miércoles, enero 11, 2006

muñeco de trapo

Aquella mañana, cuando mis ojos empezaron a reaccionar a un umbral mínimo de estimulación (nunca antes de la ducha y el desayuno, of course), descubrieron una sombra en el jersey que había rescatado del armario. Intrigada, la exploré en el espejo y resultó ser un roto, un roto doble e inexplicable, pues no recuerdo ningún encontronazo antes de haber depositado el jersey en el armario.

No sé por qué no me cambié.

Salí a la calle y exhibí todo el día mi indumentaria mutilada. De vez en cuando me preguntaba qué lo habría causado, porque no era un corte violento, propio de tirones o tijeretazos, sino una herida gastada, comida por los bordes, vacía ya de tejido.

Insectos... O roedores... La piel de gallina. La mera idea de que mi armario albergue otras vidas ajenas a la del fantasma inglés, me revuelve el estómago. Y si encima piensan vivir a costa de mi ropa... en fin, lo llevan crudo. Imaginé una polilla gestándose en la oscuridad. Un ratón deslizándose por los estantes. Me siento parasitada.

Esa misma noche intenté arreglarlo. Con hilo y aguja. Nunca se me ha dado bien. Intento disimular los puntos haciéndolo por el revés, con cuidado, y no me doy cuenta de que entonces se notan más por el otro lado. Rectifico recordando los consejos de mi madre sobre cuál es la mejor forma de sentarse en estas situaciones (lo habitual es que todo mi cuerpo se incline sobre "la labor"); pero en el segundo agujero había demasiado agujero, y ya no sé. No consigo aproximar sus extremos sin desviar todas las líneas que atraviesan la prenda, sin convertirlo en un zurcido apretado.


Cuando no sabes remendarte las heridas deberías saber al menos qué las ha causado. Y cuánto tiempo lleva ahí. Y por qué tiene preferencia por la lana.

Esta tarde pediré permiso al fantasma inglés para ventilar su refugio. Se abren las puertas. Y que corra el aire.